TRES CHILENOS RECUERDAN A CORTÁZAR


(Publicado en revista El Periodista el viernes 12 de Marzo de 2004).
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A veinte años de la muerte de Julio Cortázar, invitamos a tres escritores chilenos para que nos hablaran del autor de "Rayuela". Ellos lo conocieron, y estas son sus historias. Cortázar, el gran cronopio, visto con ojos de chilenos.

Julio Cortazar, quien fuera uno de los más emblemáticos autores del "boom" de la literatura latinoamericana, falleció de leucemia a la edad de 69 años en el Hospital Saint Lazare de París el 12 de febrero de 1984. La conmemoración del vigésimo aniversario de su muerte ha hecho del 2004 el año de Cortázar: se han llevado a cabo y se siguen preparando numerosos homenajes, encuentros y exposiciones en el mundo entero.

El autor de volúmenes como "Rayuela", "El Libro de Manuel" e "Historias de Cronopios y Famas", llegó a la capital francesa en 1951, a los 34 años, alejándose de la dictadura de Perón y buscando una atmósfera que potenciaría su imaginación. A la par del tiempo dedicado a la escritura, se desempeñó como traductor "free lance" de la UNESCO y envió a nuestro continente versiones en español de insignes autores, entre ellos Edgar Allan Poe, de quien fue un admirador.

Con el correr de los años 60 y en medio de un contexto convulsionado, su narrativa, inicialmente fantástica, integró temas políticos, como en "El Libro de Manuel". Cortázar llegó a convertirse en un intelectual defensor de causas revolucionarias y luchó contra los totalitarismos, integrando el Tribunal Russell que juzgaría crímenes cometidos por la dictadura de Pinochet.

Su relevancia en Francia llegaría a tal punto que en 1981 el Presidente Francois Miterrand le otorgaría la nacionalidad francesa. Al fallecer ya era una figura emblemática de la narrativa del siglo XX.

Lo que sigue son los relatos en primera persona de tres escritores chilenos que conocieron a Cortázar, y que a veinte años de su muerte lo recuerdan.

Alvaro Cuadra
Docente e investigador de la Universidad ARCIS

En 1979 yo escribía cuentos y quería ser escritor. Tenía 23 años e integraba la Unión de Escritores Jóvenes, respaldada por la Sociedad de Escritores de Chile. Quería alejarme de este país en dictadura y escribir. Tuve la suerte de conseguir una carta de recomendación de la SECH destinada a Julio Cortázar.

Me recibió en el departamento en donde vivía junto a su tercera esposa, Carol Dunlop. Me sorprendió mucho lo sencillo, abierto y humano que era, pese a su grandeza. Era muy solidario con la causa chilena y pese a ser "la" figura cultural latinoamericana en París, me acogió siendo un muchacho desconocido de Chile que sólo había publicado cuentos en antologías. Siempre le agradeceré que, desinteresadamente, me abriera puertas; también, que fuera un hombre de amistad fácil y querible. A partir de entonces, nos encontramos en varias oportunidades, conversamos por teléfono e intercambiamos cartas.

A comienzos de la década del 80 surgieron con insistencia voces desde el exilio que planteaban la necesidad de volver al país para atentar contra la dictadura. En 1981 regresé, entre otras razones, aconsejado por Cortázar, quien me planteó como posible luchar desde la cultura.

Comencé estudios universitarios de lengua y literatura francesa. Para 1983 quise volver a Francia, en donde podría profundizar mi conocimiento del idioma. Un día recibí una noticia que me emocionó profundamente: como yo le había comentado a Cortázar que mis recursos no eran suficientes para viajar, decidió enviarme un pasaje para París, convidándome a que le fuera a ver.

Me invitó, pero la paradoja es que fue para su funeral... Llegué en enero del 84 y en menos de 15 días falleció, de improviso. En París yo le había llamado para ubicarle. Me enteré así de que estaba internado. Un día viendo televisión supe que Cortázar había muerto.

Pese a que no pertenecía a su círculo íntimo, sus cercanos me permitieron verle. Tuvieron la gentileza de dejarme estar un par de minutos a solas con el cadáver. Tenía en una mano un libro de Rubén Darío; en la otra, una rosa roja. Toda esa situación me afectó mucho. Recuerdo que ese día vagué varias horas por las orillas del río Sena, muy triste.

En Chile concluí que era necesario hacerle un homenaje. Conversé con el presidente de la SECH, Martín Cerda, con Poli Délano y Ramón Díaz Eterovic. El acto tuvo lugar en agosto y creo que fue el único que se realizó a Cortázar en el país. No fue nada fácil porque en 1984 Pinochet estaba mostrando todo su poder, dando, por decirlo de un modo, palos a diestra y siniestra. Se realizó en el Instituto Chileno Francés de Cultura y tuvo gran asistencia. Obviamente, ninguno de los diarios afines al gobierno lo difundió; sólo lo hicieron un par de medios opositores.

Con los años he releído su obra. Me parece que en América Latina se hizo una reducción de sus textos, leyéndosele políticamente y sólo como epígono de lo que se convino en denominar "Revolución". Pero Cortázar es mucho más que eso: veía figuras, encontraba sentidos donde nadie lo hacía. Como diría Octavio Paz, él "viajaba a la otra orilla", mostrando caminos inéditos para la conciencia. No ha sido comprendido realmente, en tanto autor de una obra que delata experiencias psíquicas muy, muy profundas.

Federico Schopf
Poeta, ensayista y profesor universitario


A Cortázar lo conocí primero como escritor. Lo leí desde sus inicios, a medida que fueron apareciendo sus libros, que llegaban desde Argentina con retraso, para su segunda o tercera edición. Pero en 1963, año de lanzamiento de su novela "Rayuela", su casa editorial se atrevió a publicar tiradas más grandes, por lo que pude comprar un ejemplar de primera edición.

Le traté por primera vez cuando vino a Chile en 1972, invitado por el gobierno de la Unidad Popular. En medio de la efervescencia política y cultural de esos años, Cortázar podía ser considerado como un "intelectual comprometido"; sin embargo, no uno dogmático: creía en la necesidad de plantear críticas al socialismo.

Participó en una serie de lecturas, foros, debates y reuniones con círculos intelectuales. Pese a su intenso calendario, concurrió aun a otras actividades, entre ellas una cena a la que asistí en casa de Enrique Lihn en donde era invitado principal. Entre los asistentes estaba el escritor chileno Mauricio Wacquez, que fue muy amigo de Cortázar.

También le vi en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Chile en donde dialogó con estudiantes y profesores. En una ocasión estábamos en una sala en donde se realizaba una lectura y tuvimos que trasladarnos a otra, donde habría un debate. Fue llamativo que Cortázar, un hombre reconocido y ya mayor, atravesara los jardines caminando con los asistentes como uno más, siendo que podría haberlo hecho por los pasillos establecidos. Era un intelectual sin aura de vate, elevación o grandeza, que se situaba al mismo nivel de sus lectores, como lo hacía Nicanor Parra.

Le traté igualmente cuando fue invitado en 1976 a la Feria del Libro de Frankfurt, Alemania, en donde yo vivía. Para mí no fue problema llegar a él pues tenía gran solidaridad con sus lectores latinoamericanos, sobre todo con los exiliados.

Pero tampoco llegamos a ser amigos, pues para eso hay que conocer mucho a una persona y yo no llegué a tanto con Cortázar. Sí me reuní con él en varias oportunidades y advertí que respetaba mucho al prójimo, era un hombre pulcro y comedido de gestos y no imponía opiniones ni modales. Cortázar evadía los lugares comunes y estereotipos. Era abierto a la aventura y ponía su atención en aspectos inéditos y lúdicos de la realidad. Guardaba, eso sí, cierta distancia, pero ésta era considerada y no obedecía a que creyera estar en un rango superior.

Sin embargo, pese a su personalidad, lo más importante es su obra, la que presenta un juego que hace vacilar la comprensión del mundo.

Tras volver a leer sus libros, hoy me parece que "Rayuela", obra que inauguró un nuevo modo de abordar la novela latinoamericana y que expandió los campos de "lo real" en literatura, se ha avejentado. Ya no retiene los novedosos contenidos que comunicó en su época y presenta un arruinamiento que no le añade significado. No sucede lo mismo con la mayor parte de sus libros, en especial con sus primeros volúmenes de cuentos como "Bestiario", "Final del juego", "Las armas secretas" y "Todos los fuegos el fuego".

Por casualidad yo me encontraba en Europa cuando falleció. Me impresionó favorablemente que fuera recatado hasta para la muerte. Cuando a fines del siglo XIX se realizaron en París los funerales de Víctor Hugo, fueron ceremonias de carácter nacional con multitudes en las calles y desfile de autoridades. Cortázar jamás hubiese aceptado un entierro de esa especie, oficial y masivo, pues nunca buscó reconocimiento público ni institucional.

Antonio Avaria
Crítico literario


Cortázar estuvo en Santiago en 1970 con motivo de la asunción presidencial de Salvador Allende. Fui a un hotel céntrico en donde se hospedaba y al encontrarlo, simplemente, le hablé. Me fue fácil reconocerlo, dada su estatura mucho mayor de lo normal y su rostro juvenil, productos de la acromegalia que le hacía crecer y alisaba su piel. Tenía manos y pies enormes, pero se desenvolvía con seguridad y aplomo.

Su mundo literario era muy atractivo por proponer una realidad con varios velos, que tras desgarrarlos permitían acceder a mundos fantásticos. La suya era una personalidad también atrayente. Hablaba de forma simple, con voz clara y modulada. Nunca le vi fuera de sí y me pregunto si alguna vez lo estuvo.

Como escritor no era dado a trabajar con esquemas, disciplinas ni horarios: de pronto, le asaltaba una historia y la redactaba. Parte importante de su cuentística mantiene vigencia, escribiendo algunos grandes relatos de la literatura universal, superando tal vez, incluso a Borges y Quiroga. Además fue autor de "Rayuela", novela que ahora no es tan leída, pero que durante años significó mucho en Hispanoamérica. Por ella incluso fue el primer escritor latinoamericano en la portada del suplemento literario de The New York Times. Su obra captó otras dimensiones de la realidad por lo que es influyente hasta hoy.

En 1975 vi a Cortázar a la entrada de un correo en París. Me trató cordialmente. Al recordarle mi nacionalidad, me comentó que los dos viajes que había hecho a Chile antes del golpe de Estado le habían permitido conocer a escritores y exiliados con los se contactaba para apoyar la resistencia a Pinochet.

Con cierta malicia le pregunté si había visto a Jorge Edwards. Sabía de su afecto, pero también que pocos meses atrás se había publicado "Persona non grata" de Edwards, la primera crítica abierta de un intelectual de izquierda al régimen de Fidel Castro. Me respondió: "Tú sabes que con él tengo una vieja amistad, pero desde que publicó ese libro no lo he visto... ni quiero verlo". La obra era para él una traición a la revolución cubana.

Después no lo vi más. Me enteré de su muerte en Ginebra. Luego, fui al cementerio Montt Parnasse donde está enterrado junto a escritores como Baudelaire, Sartre y Beckett. Su tumba era muy simple y su lápida carecía de identificación (por lo que para llegar a ella se debían seguir indicaciones del mapa del cementerio), pero estaba cubierta de muñecos y artefactos, vale decir, de cronopios.

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